La hospitalidad es acoger al otro y abrirle las puertas de la casa y también del corazón. No es sólo atender materialmente. Nuestra sociedad ha organizado unos servicios sociales muy buenos materialmente pero a veces faltos de corazón y de alma. De mis tiempos de peregrino en el Camino de Santiago recuerdo que los refugios que estaban dirigidos por las instituciones públicas solían estar muy bien en cuanto a las condiciones materiales pero nada más. Sin embargo, los organizados por asociaciones de amigos del Camino eran mucho más pobres en lo material pero llenos de vida, de aire de familia, de acogida fraternal.
Quizá esa sea la reprimenda cariñosa que le hace Jesús a Marta. Tanto preocuparse por lo material y se olvidaba de que en la casa había entrado una persona, que las personas necesitamos comer y vestirnos y muchas otras cosas, pero sobre todo necesitamos alguien que nos escuche, que nos atienda y entienda, que nos acoja como somos, sin condiciones. Todo eso es la hospitalidad. Una antigua virtud. Una virtud profundamente evangélica porque tiene mucho que ver con el Reino de Dios. Una virtud muy necesaria en nuestro mundo porque la sociedad se hace cada vez más individualista. Hay mucha soledad. Hay mucha necesidad de personas que acojan, que tiendan la mano a los hermanos y hermanas.
Así se construye el Reino. Y los discípulos de Jesús deberíamos ser los primeros en acoger, en recibir, en amar. ¿No es eso completar en nuestra carne los dolores de Cristo? ¿No es eso ser ministro del Evangelio? ¿No es eso anunciar la esperanza de la gloria que es Cristo?
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