No sólo contemplar la miseria y el hambre de los demás. Necesitamos tener un corazón compasivo, capaz de saber compartir lo propio con los demás. Hay que levantar la mirada al cielo y pronunciar una bendición sobre lo que Dios nos ha concedido; hay que bendecir a Dios porque nos ha puesto en el camino de los pobres y necesitados. Hay que partir nuestro pan y saciar el hambre de los demás.
Jesús ha puesto sus dones en nuestras manos para que los distribuyamos, especialmente la Eucaristía; pero que esto no nos haga pensar que en la distribución de la Eucaristía termina todo nuestro compromiso de amor para con nuestro prójimo.
El Señor involucra a sus apóstoles en la distribución del pan que ha puesto en sus manos. Y esto es lo que Él quiere de todos los que nos unimos a Él, de tal forma que, desapareciendo nuestros egoísmos, comencemos a hacer realidad el amor fraterno y solidario entre nosotros.
Aprendamos a proclamar el Evangelio a los demás; aprendamos a buscar la solución a las diversas enfermedades y males que padecen muchos hermanos nuestros; pero aprendamos también a socorrer a los necesitados con nuestros propios bienes, recordando aquello que nos dice el Señor: La limosna borra la multitud de pecados, pues el que sienta a los pobres a su mesa vive en paz con ellos y sabrá acercarse a Dios para recibir su perdón; y el Señor también lo recibirá como a su hijo a quien jamás ha dejado de amar.
“No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.”
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